Batracios ¿veneno o manjar?
15 de septiembre de 2009.
Hay gente que se pasa toda su vida tragando sapos por no atreverse a tomar decisiones que en ocasiones son penosas, pero que a la larga nos ahorran estos malos y desagradables tragos. Si lo pienso detenidamente lo que he hecho es besar bastantes sapos, a algunos los he besado más de una vez, alguno llegó a convertirse en príncipe ante mis ojos adolescentes, pero solo por unos días, regresando enseguida, por imperativos emocionales, a su condición de sapos… Esta podría ser la razón inconsciente por la cual comer batracios, que no tragarlos, era una de esas cosas que figuraban en la imaginaria e inacabable lista de cosas que deseo hacer antes de morirme o de sentirme demasiado vieja para asumir riesgos.
Cuando preguntas qué es una rana, la profesora dice que un anfibio anuro de tronco rechoncho, extremidades posteriores muy desarrolladas y adaptadas al salto, cabeza con ojos prominentes y lengua incisa con la que atrapa insectos. El abuelo sabe que es un juego de concentración, habilidad y puntería, en el que se lanzan monedas a un cajón, obteniendo los puntos que están pintados sobre cada agujero. La abuela señala que es una braguita para sujetar los pañales de los bebés. La enfermera tiene claro que es un tumor blando que se desarrolla debajo de la lengua. El deportista asegura que como adjetivo, aplicado a un hombre o una mujer, es alguien que se sumerge en el mar con traje de neopreno, aletas, gafas y botellas de aire para poder bucear. El pesimista sentencia: si sale rana es que nada ha salido como esperabas, una pura decepción. La niña dice que la rana podía ser un príncipe. El gourmet sabe que es un plato delicioso que se puede cocinar de mil maneras.
Cuando mi hermano propuso que comiésemos en un restaurante chino del Perchel de Málaga, supe que iba a tener mi oportunidad. El local estaba muy cerca del mar, era un lugar nada convencional, elegante, luminoso, con una cuidada decoración y muy agradable. Seleccioné verduras como brócoli, castañas de agua, bambú, brotes de soja, setas y puntas de espárragos verdes para que las salteasen en el “wok” que es una especie de sartén china; y por supuesto ancas de rana marinadas para pasar por la plancha. El cocinero chino que atiende tus deseos sobre la marcha, presentaba un rostro de ademán impasible, pero manejó aquel frágil material con absoluta maestría sin temer ni al fuego ni al calor. Al sentarme para saborear los humeantes manjares, los príncipes de los cuentos me miraron desde el lugar ignoto en el que se esconden para no convertirse en la diana de tiro de las feministas. Miré a Fernando ¿seguro que no quieres probar las ancas de rana? Estaban deliciosas, con un puntito de sal y pimienta, tiernas, suaves, calientes... Pasé por uno de esos instantes de sentimientos contradictorios, mis sentidos estaban disfrutando, pero me embarga un sentimiento de culpabilidad, provocado seguramente por recuerdos de mi subconsciente en el que han habitado desde la más tierna infancia los personajes de los cuentos de Disney. Me sentía mal por la soltería a la que estaba condenando a algunas princesas que jamás de los jamases podrán encontrar la felicidad en estas ranas; por las plebeyas que nunca podrán cumplir, como la Princesa Leticia, su sueño de lucir la testa coronada al incorporarse a una casa real. Pero con el segundo bocado se me quitaron las congojas, si en realidad yo soy republicana, ¡a mí que me importan las princesas y sus ranas!
Hay que reconocer que la idea de comerse a una rana no parece, en principio, muy atractiva, y el animalito, a simple vista, no resulta demasiado apetitoso... salvo si se fija una precisamente en sus ancas, bien musculadas de tanto saltar. Las ancas de rana son una de esas cosas que o te apasionan y te convierten en una devota, o te provocan una aversión insuperable, en este grupo suelen estar quienes no han tenido la osadía de probarlas.
La gastrónoma Simone Ortega afirma que toda receta es una metáfora que transforma una cosa en otra: el trigo en pan, el tomate en salmorejo, el huevo en tortilla o la leche en queso. Cuando las degustamos, convertimos algo ajeno en nuestra propia sustancia, igual que incorporamos a la sangre el oxígeno que respiramos. De pronto me asaltó una duda ¿cuántas ancas de rana habrá comido Yelena Isinbáyeva, la flamante premio Príncipe de Asturias de Deporte 2009, para ser la mejor saltadora mundial con pértiga?
15 de septiembre de 2009.
Hay gente que se pasa toda su vida tragando sapos por no atreverse a tomar decisiones que en ocasiones son penosas, pero que a la larga nos ahorran estos malos y desagradables tragos. Si lo pienso detenidamente lo que he hecho es besar bastantes sapos, a algunos los he besado más de una vez, alguno llegó a convertirse en príncipe ante mis ojos adolescentes, pero solo por unos días, regresando enseguida, por imperativos emocionales, a su condición de sapos… Esta podría ser la razón inconsciente por la cual comer batracios, que no tragarlos, era una de esas cosas que figuraban en la imaginaria e inacabable lista de cosas que deseo hacer antes de morirme o de sentirme demasiado vieja para asumir riesgos.
Cuando preguntas qué es una rana, la profesora dice que un anfibio anuro de tronco rechoncho, extremidades posteriores muy desarrolladas y adaptadas al salto, cabeza con ojos prominentes y lengua incisa con la que atrapa insectos. El abuelo sabe que es un juego de concentración, habilidad y puntería, en el que se lanzan monedas a un cajón, obteniendo los puntos que están pintados sobre cada agujero. La abuela señala que es una braguita para sujetar los pañales de los bebés. La enfermera tiene claro que es un tumor blando que se desarrolla debajo de la lengua. El deportista asegura que como adjetivo, aplicado a un hombre o una mujer, es alguien que se sumerge en el mar con traje de neopreno, aletas, gafas y botellas de aire para poder bucear. El pesimista sentencia: si sale rana es que nada ha salido como esperabas, una pura decepción. La niña dice que la rana podía ser un príncipe. El gourmet sabe que es un plato delicioso que se puede cocinar de mil maneras.
Cuando mi hermano propuso que comiésemos en un restaurante chino del Perchel de Málaga, supe que iba a tener mi oportunidad. El local estaba muy cerca del mar, era un lugar nada convencional, elegante, luminoso, con una cuidada decoración y muy agradable. Seleccioné verduras como brócoli, castañas de agua, bambú, brotes de soja, setas y puntas de espárragos verdes para que las salteasen en el “wok” que es una especie de sartén china; y por supuesto ancas de rana marinadas para pasar por la plancha. El cocinero chino que atiende tus deseos sobre la marcha, presentaba un rostro de ademán impasible, pero manejó aquel frágil material con absoluta maestría sin temer ni al fuego ni al calor. Al sentarme para saborear los humeantes manjares, los príncipes de los cuentos me miraron desde el lugar ignoto en el que se esconden para no convertirse en la diana de tiro de las feministas. Miré a Fernando ¿seguro que no quieres probar las ancas de rana? Estaban deliciosas, con un puntito de sal y pimienta, tiernas, suaves, calientes... Pasé por uno de esos instantes de sentimientos contradictorios, mis sentidos estaban disfrutando, pero me embarga un sentimiento de culpabilidad, provocado seguramente por recuerdos de mi subconsciente en el que han habitado desde la más tierna infancia los personajes de los cuentos de Disney. Me sentía mal por la soltería a la que estaba condenando a algunas princesas que jamás de los jamases podrán encontrar la felicidad en estas ranas; por las plebeyas que nunca podrán cumplir, como la Princesa Leticia, su sueño de lucir la testa coronada al incorporarse a una casa real. Pero con el segundo bocado se me quitaron las congojas, si en realidad yo soy republicana, ¡a mí que me importan las princesas y sus ranas!
Hay que reconocer que la idea de comerse a una rana no parece, en principio, muy atractiva, y el animalito, a simple vista, no resulta demasiado apetitoso... salvo si se fija una precisamente en sus ancas, bien musculadas de tanto saltar. Las ancas de rana son una de esas cosas que o te apasionan y te convierten en una devota, o te provocan una aversión insuperable, en este grupo suelen estar quienes no han tenido la osadía de probarlas.
La gastrónoma Simone Ortega afirma que toda receta es una metáfora que transforma una cosa en otra: el trigo en pan, el tomate en salmorejo, el huevo en tortilla o la leche en queso. Cuando las degustamos, convertimos algo ajeno en nuestra propia sustancia, igual que incorporamos a la sangre el oxígeno que respiramos. De pronto me asaltó una duda ¿cuántas ancas de rana habrá comido Yelena Isinbáyeva, la flamante premio Príncipe de Asturias de Deporte 2009, para ser la mejor saltadora mundial con pértiga?
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