Los Martinicos y las Martinicas.
22.12.08
Son estos días de diciembre un tiempo en el que es lícito que nos concedamos permiso para volver a nuestra patria, que como decía Rilke, es nuestra infancia. Quizá el que mis sobrinas de seis y cuatro años estén revoloteando en torno a mí, demandando constante atención, invitándome a jugar y bailar con ellas, sea el detonante de esta reflexión, pero lo cierto es que ellas liberan la parte más creativa e imaginativa de mi pensamiento. Con Alba y con Zoe alcanzo a percibir la corrientes de vida paralela que nos rodean y que generalmente no somos capaces de ver o sentir.
Mientras nos deslizábamos por el suelo del pasillo, gracias a nuestro pies provistos de calcetines, escuchamos el ruido que hicieron varias bolas, de las que adornan el árbol de navidad, al caer al suelo. Yo le eché la culpa a los martinicos. Zoe, que no deja pasar una palabra nueva sin investigar sobre su significado, insistió para que le explicara lo que era un “Martinico”, y Alba preguntó por qué yo decía que él era el responsable de que se cayeran las bolas.
Recordé entonces un texto de Paracelso "El libro de las Ninfas, los Silfos, los Pigmeos, las Salamandras y demás espíritus" que se publicó por primera vez en 1591 y que ha influido en muchos de los cuento y leyendas tradicionales que conforman la tradición oral de nuestro continente, de hecho los hermanos Grimm bebieron de él para realizar sus obras. Es muy posible que, sabiéndolo o no, las abuelas de Guadix también recurriesen a él para construir sus historias sobre los personajes que nos ocupan.
Los martinicos y martinicas son espíritus de la naturaleza, seres de pura energía que a veces se corporizan y adoptan una imagen para que podamos verlos como un niño o niña (nunca más alta de cincuenta centímetros) Son criaturas mágicas, bondadosas, bellas, amables, traviesas, muy alegres y su risa resuena por los rincones de nuestra casa. Visten trajes de colores, la ropa están decoradas con piedras preciosas y campanitas, llevan botas y gorritos. Pueden llegar a vivir hasta quinientos años. La mayoría habitan en los bosques o en las cuevas, pero cada vez es mayor el número que se acerca a vivir en las ciudades y se mueven con naturalidad por nuestras casas. Les gusta mucho todo lo que hace música como las campanitas, las zambombas, los xilófonos o los palos de lluvia; les encanta la leche, el chocolate y las mandarinas; y adoran las luces de colores (quizá por eso les gusta tanto nuestro árbol navideño).
Poseen la virtud de viajar instantáneamente a través de las dimensiones y aparecer de repente. Cuesta trabajo verlos de día porque es cuando duermen, y les gusta divertirse de noche. Tienen habilidades envidiables como la de trasformarse en cualquier cosa que tengan cerca, da igual que sea el equipo de música que la alfombra de flores; también saben hacerse invisibles; pasar de una habitación a otra por el ojo de la cerradura o por las rendijas de la puerta; pueden reproducir los sonidos de todos los animales; y cuando nos tocan con sus manos sentimos un cosquilleo en el cogote.
Suelen ser criaturas traviesas, bromistas y descaradas y casi siempre están de buen humor. Sabemos que se encuentran a nuestro lado porque tiran cosas al suelo, como las bolas árbol de navidad; los objetos cambian de lugar, desaparecen y vuelven a ser encontrados; oímos ruiditos que no somos capaces de decir quién los produce ni donde; y por eso vemos a nuestro gato, totalmente desconcertado, dando zarpazos al aire intentando atraparlos.
Si quieres pedirles un favor, como que cuiden tus juguetes, ofréceles centimitos de cobre muy brillantes.
Con esos ojos limpios y maravillosos que solo tenemos en la infancia, mis sobrinas, que durante la explicación no los habían apartado de mí, los desviaron buscando el árbol. Miraron la gran estrella dorada que lo remata en la parte superior, bajaron por las bolas rojas y doradas, por las cintas con lunas y soles, por los angelitos que tocan el arpa y el violín, por las luces que parecen intermitentes estrellas… de pronto vieron que de las ramas inferiores colgaban unas botas de fieltro, y que en una de ellas estaba cosida una pícara niña vestida de verde, con un sombrerito rojo que hacía juego con las botas, y en la bocamanga de la camisa tenía un cascabel. Sus boquitas se abrieron tanto como sus ojos mientras gritaban ¡Tía, hemos visto a la martinica! Y dando brincos volvieron a patinar por el pasillo.