jueves, 1 de enero de 2009

Hacen guiños sonrientes.






Hacen guiños sonrientes.
20.12.2002
“Desde la Inmaculada hasta San Antón Pascuas son”, así que no hemos de extrañarnos de la frenética actividad que durante este mes y medio desarrollamos.
En mi casa solemos aprovechar el puente de la Constitución para revolver los armarios y sacar los embalajes en los que cada año guardamos el color y el olor de Navidad. Rebuscamos las cajas de zapatos que forramos con papel de oro y plata, en las que con mucho cuidado depositamos las pequeñas figuritas de barro que componen nuestro particular Nacimiento.
Cuando empiezan a sonar villancicos, sabemos que ha llegado el momento de iniciar el ritual de los adornos navideños. Cada cual tiene encomendada una misión específica, así mi hijo mayor se encarga de poner las luces de colores. El padre las luces con forma de vela y la gran estrella de cinco puntas que se coloca en la copa del árbol y que indica que el trabajo ha terminado y que ya podemos disfrutar de nuestro abeto. El pequeño (es solo referido a la edad, que no a su altura) y yo, colgamos las manzanas de color rojo, los lazos de cuadros escoceses, los pequeños angelitos dorados con sus instrumentos musicales, los corazones blancos y rojos, el pequeño oso de peluche con gorrito de Santa Claus que la tía Charete nos trajo de Londres..., al pie colocamos cada uno nuestra bota de fieltro en la que esperamos que Papá Noél nos deje un montón de regalos. Realmente en estos momentos lo que hacemos es poner en el árbol trocitos de nuestro corazón y de nuestros recuerdos más entrañables.
Cuando me siento a contemplarlo imagino a los hombres y mujeres de hace miles de años que tenían un gran contacto con la naturaleza, para quienes los árboles representaban a los dioses y diosas: el pino estaba consagrado a Neptuno, el laurel a Apolo, la encina a Júpiter, el álamo a Hércules y el olivo a Minerva. Nuestros antepasados les rendían homenaje adornándolos con cintas de colores y por las noches a través de ellos disfrutaban de la visión extraordinaria del firmamento, con el fulgor de las estrellas parpadeantes a través del verdor de las hojas. Yo solo consigo este efecto con las luces intermitentes que conecto a la red eléctrica, pero el resultado es bueno y en todo caso me ahorro el frío que hace en la calle.
Las celebraciones de Navidad me encantan, se da la circunstancia de que las disfruto con mi padre, mi madre, mis hermanas y hermano, mi abuela, mi abuelo, mis cuñados y cuñadas, mis sobrinos y sobrinas, mi suegra y mi suegro, mis amigos y amigas y por supuesto con mis dos hijos y mi compañero. Se que esto me convierte en una mujer afortunada e intento sacarle el máximo partido.
Algunas compañeras me decían que su Navidad era muy diferente a la mía. Si, ya sé que para ti están llenas de nostalgia porque también están llenas de ausencias, te falta tu hijo al que con tanto amor trajiste al mundo y viste crecer para que un fatídico accidente te lo robara sin darte siquiera la oportunidad de abrazarlo por última vez. Y a ti, se te fue ella, que era tus pies y tus manos, y las de tus hijos, y ahora nadie llena con ilusión la nevera, ni se pone el nacimiento con aquella pastora que tanto le gustaba, porque al que abre la caja donde se guarda, siempre se le ata un nudo en la garganta y le rueda una lágrima por la mejilla.
Vete esta noche a la calle y mira al cielo. Podrás ver un montón de resplandecientes estrellas, las personas que tanto hemos querido están ahí, nos hacen guiños sonrientes y nos dicen que están a nuestro lado, que la vida sigue y que hemos de intentar que los que nos rodean sean felices. Que su recuerdo no se asocie a la tristeza de su ausencia, sino a la alegría y vitalidad de su presencia. No hemos de pensar en la crueldad de la pérdida, sino en la riqueza de tantos buenos momentos compartidos. Pero si aun así tienes ganas de llorar, ya sabes donde estoy, solo tienes que llamarme.