domingo, 10 de febrero de 2008

Vomitan las aguas del mal




Vomitan las aguas del mal
16 de Febrero de 2004.

Al acostarme, lo último que veo desde la cama, antes de dormir, es la torre de la Catedral. Esta edificación ejerce sobre mí una inexplicable atracción. Hay algo en ella que me obliga a observarla con detenimiento.
Así es como han aparecido ante mis ojos unos seres increíbles, que siempre han estado ahí, pero de los que no he sido consciente hasta hace unos meses.
Cuando has detenido tu mirada en las puertas, en las columnas, en los capiteles, en las imágenes, subido al campanario y al Sagrado Corazón, inicias el descenso y entonces, por encima de las vidrieras, surgen las gárgolas, monstruos que sobresalen de la piedra con expresión torturada, canalones que abren de par en par la boca con mueca de dolor y vomitan las aguas del mal, o que las hacen circular sobre sus lomos y sus cabezas.
Permanecen asidas al alero del tejado con una fuerza sobrehumana que les ha permitido soportar movimientos sísmicos; guerras contra propios y extraños; cinco siglos de vértigo producido por la altura; castillos de fuegos artificiales al finalizar la Feria; salidas y entradas de la Virgen de las Angustias y San Torcuato; repicar de campanas; toneladas de indiferencia… y a pesar de todo siguen haciendo su trabajo: lanzar el agua de lluvia lejos de las paredes de piedra para prevenir el daño y la erosión.
¿Pero por qué los artistas que trabajaron en la Catedral no pusieron cañones, como los que observamos en la fachada principal, en todo el perímetro? ¿Por qué concibieron en su imaginación a estos seres que después tallaron en la piedra, con habilidad, los maestros canteros?
He contado veinticuatro, unas parecen animales como perros, leones, dragones, murciélagos, cabras, ranas… y otras representan seres indescriptibles. En la fachada de Santiago podemos ver catorce, hay una pareja sobre la puerta que recuerdan a peludos borregos y doce en un nivel superior que cubre toda la calle, resultando muy llamativas las de monos con ojos huecos y los jabalíes con colmillos afilados. Siete más las divisamos desde el Callejón de Palacio, me impresiona la que representa un hombre deforme, probablemente porque cuando se talló estaba vigente la creencia medieval de que la apariencia fea y la enfermedad eran causadas por seres demoníacos. Hay tres sobre la fachada de San Torcuato, donde se anotan ausencias (desconozco si por deterioro o porque nunca estuvieron allí).
Dicen que las gárgolas son utilizadas para marcar los límites del suelo santo. Representan las fuerzas de los dioses antiguos convertidos en demonios, a quienes se reconoce su poder, se admira y respeta, pero al mismo tiempo se les esclaviza como guardianes del templo de la fe católica. Se les condena así a proteger, desde el exterior, un recinto al que jamás podrán acceder.
También hay quien piensa que fueron incorporadas para comunicar ideas y contar historias de la Biblia a la gente que no sabía leer.
Por otra parte los hay que sugieren que las gárgolas representan almas condenadas por sus pecados que han sido alejadas eternamente de la iglesia. Se las ha convertido en piedra para advertir a otros sobre lo que les podría suceder si no siguen las leyes del todopoderoso.
En cualquier caso son mucho más que elementos decorativos. El simbolismo de las gárgolas nos habla de un mundo imperfecto; de un porvenir desconocido que nos asusta; nos recuerda que el dios católico está dentro; que las diosas están fuera; que la maldad nos ronda, nos observa y nunca se encuentra suficientemente lejos; y que la paz entra en la iglesia cuando el sol atraviesa las vidrieras, el sonido del órgano realiza el exorcismo y las voces de los escolanos elevan al cielo lo mejor de cada persona en una oración.
Hoy quiero invitarte a que las observes, las conozcas, les pongas nombre, y escribas alguna historia en las que sean protagonistas indiscutibles. Ellas te están esperando desde su condena a cadena perpetua, sufriendo la constante agresión de las obstinadas palomas. Te miran sin que tú te des cuenta con la inquietante serenidad de sus ojos fríos y sus cuerpos pétreos, al menos hasta la media noche, en la que el rayo de luna, les devuelve un soplo de vida.