domingo, 3 de febrero de 2008

Exposición de parto



Exposición de parto.
28-01-2008

La historia de las mujeres y la maternidad tiene encuadernadas páginas muy negras, y hoy vamos a recordar una institución que nació para hacerse cargo de las consecuencias de la doble moral y la hipocresía social que se ha vivido en nuestra ciudad, como en muchas otras, y con la que dudo que hayamos terminado.
En el verano de 1805 abre sus puertas en Guadix “La Casa de Misericordia”, también conocida como “hospicio” en un amplio edificio situado en la calle de la Gloria, que funcionaría hasta mediado el siglo XIX.
En ella tenían cabida tanto las criaturas huérfanas como las provenientes de familias paupérrimas y por supuesto los niños y niñas expósitos. Así se denominaba a los bebes a quienes sus madres no tenían más opción que desamparar depositándolos en las puertas de las iglesias, casas particulares u otros lugares, unas veces porque carecían de facultades o medios para criarlos, otras porque peligraba su reputación, y siempre con la esperanza de que alguien se apiadaría y los recogería para criarlos.
He consultado el “Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia” escrito por Joaquín Escriche en 1874, y por él se que a esta acción se la denominaba “exposición de parto” y estaba tipificada como delito, abarcando el abandono un recién nacido e incluso el de niños o niñas que, aunque no tuviese la condición de recién nacido, no dispusiesen de la capacidad de sobrevivir por si mismos. Si el bebé moría en la calle, porque nadie lo recogiese, quien lo había expuesto sería condenado a muerte. Por otra parte, también era castigada con rigor la persona que materializase la exposición en plena noche o en lugar oculto. El castigo podía suavizarse si se notificaba el abandono de forma inmediata, de palabra o por escrito, al párroco o a la autoridad.
Si en la puerta de una familia honrada, aparecía un niño o una niña en exposición de parto, podían quedárselo, siempre y cuando se lo notificasen al eclesiástico más próximo para recibir su autorización, que a su vez debía dar cuenta a la casa de expósitos y vigilar el trato y la educación que aquella personita recibía. Quienes se quedaban el bebé eran los prohijantes y desde entones la criatura pasaba a ser prohijada.
La ley decimonónica protegía a estos niños y niñas, considerándolos como legítimos a todos los efectos, llegando incluso a declararlos exentos, cuando delinquían, de las penas de vergüenza pública, azotes y horca, imponiéndoseles los castigos previstos para las personas privilegiadas, porque se pensaba que algunos de aquellos querubines pudiesen ser hijos de familias ilustres. Tan es así que el que se refiriese a alguno con el nombre de borde, ilegítimo, bastardo, espurio, incestuoso o adulterino, debía retractarse judicialmente y pagar multa.
Pero volvamos a la “Casa de Misericordia”, en ella trabajaban (dependiendo de los recursos económicos de los que dispusiese en cada momento) un director, un capellán, un contador y secretario, el tesorero, el ecónomo, el maestro de fábrica, el maestro de primeras letras, el maestro sastre y el portero cocinero. Deliberadamente he dejado para el final el puesto que ocupaba una mujer, el de “rectora y maestra de niñas” a quien se encomendaba la tarea de enseñar a las hospicianas a coser, hilar, tejer, bordar, al tiempo que se empleaba en cuantas tareas fuesen necesarias para la organización del trabajo. Por todo ello le pagaban 30 reales mensuales, y en especie una ración mayor de hospiciana diaria. La señora que ejerció estas funciones en 1808 se llamaba Juliana de Eras. Ella estaba a cargo de “la miga” (así llamaban a la escuela para niñas) y se dedicaba en cuerpo y alma a las 16 chiquillas, todas menores de 9 años, que se le habían encomendado.
En ese tiempo algunas mujeres realizaban un trabajo muy interesante, eran las “amas de prevención” que recibían y cuidaban a los pequeños y los alimentaban ayudadas por leche de cabra y algunos jarabes mientras se encontraban “amas de leche” que los tomasen a su cargo, una vez comprobada su salud y sus buenos hábitos higiénicos para amamantarles, a estas últimas también se llamaban “amas de cría”.
A pesar del funcionamiento de esta institución no se pudo evitar un importantísimo número de muertes entre la infancia abandonada en los pueblos de la diócesis, en los primeros meses de su brevísima vida.
Si te interesa el tema te remito a uno de los libros del que he obtenido la información “El Hospital Real de la Caridad y el Hospicio Real” de los autores Antonio Lara Ramos y Santiago Pérez López.