domingo, 5 de abril de 2009

Noventa y nueve nombres.







Noventa y nueve nombres.
12.4.2004


El equinocio de primavera nos trae, con su primera luna llena, la Semana Santa, y ya que ha terminado me embarga la nostalgia por lo que supone en el despertar de los cuerpos y de las almas.
Te confieso que para mí está muy ligada a la cocina. Hay tres postres que desde la infancia nos han ayudado a desarrollar el gusto, la vista y el olfato. En todos intervienen la leche, el azúcar y la canela, sin lugar a duda los sabores y olores de estos días de pasión. El arroz con leche desprende un suave aroma al cocer lentamente con palos de canela y cáscara de naranja, e invade todas las estancias de la casa, esperando transformarse en un delicioso manjar que entrará en nuestro cuerpo de forma cálida y reconfortante. Las torrijas, para las que usamos rebanadas de pan duro, mojadas en leche, pasadas por huevo batido y fritas en abundante aceite de oliva, para finalmente emborrizarlas en una mezcla de azúcar y canela, y que me recuerdan los cerros arcillosos cuando sobre ellos se desliza silenciosamente la luz del sol que se acuesta, ese ocre brillante y dulce es otro premio para nuestra vista y nuestro paladar. Pero es la suave crema que se logra con leche, canela, yemas de huevo, azúcar y harina de maíz finamente molida, la que más me agrada, esas natillas imprescindibles para gozar de un excelente estado de ánimo por su olor, su textura y su sabor.
Pero los olores también están en la calle. Especialmente en los desfiles procesionales, por el fragante humo del incienso quemado, que esparcen con armoniosos movimientos los incensarios; por la lenta combustión de los cirios que adornan los candeleros de los pasos y que llevan en la mano, durante su lento caminar, los hombres y mujeres que hacen penitencia; y finalmente por el delicado perfume de las flores que embellecen los pasos.
He tenido la oportunidad de estar en el sito adecuado en el momento oportuno. El viernes amaneció lloviendo con furia. Como mi familia política se ha criado en la calle de la Concepción y le tienen gran devoción a la Virgen de los Dolores, decidimos ir hasta la iglesia. El trono estaba delicadamente adornado, como de costumbre, con bellísimas creaciones de flores blancas, había rosas, lilium, calas y diminutas malvas que se conocen como flor de cera.
Poco a poco, la imagen empezó a representar a las mujeres del mundo. A madres, hijas, hermanas, nietas, esposas, novias, abuelas y amantes que lloran por el injustificable sufrimiento de los suyos. En el corazón rojo bordado sobre el cielo oscuro de la toldilla, apareció la profunda herida que causan las guerras, los atentados, la violencia... Sus manos entrelazaban los instrumentos que causan dolor como queriendo mitigarlo con el calor de su amor... Pero por su sereno rostro se deslizaban las lágrimas de la impotencia... De pronto empezó a sonar "Encarnación Coronada" en el pequeño templo donde estábamos apenas cien personas, atronó el maravilloso hacer de la Banda Municipal de Guadix, me estremecí hasta la médula, y mis ojos empezaron a derramar lágrimas, miré a mi alrededor buscando consuelo, pero los jóvenes, los hombres y las mujeres que me rodeaban tenían los ojos ardiendo y las mejillas húmedas... decidí que lo mejor era dejar que el llanto siguiera su curso... Volví a sus manos y reparé en el delicado pañuelo, estaba claro que no se iba a dar por vencida, con aquel trocito de esperanza blanca con encajes, enjugaría su llanto y el nuestro... De su antebrazo izquierdo colgaba un rosario y de mi corazón brotó la imagen de las mujeres iraquíes, que vestidas como ella de negro, con un manto cubriéndoles la cabeza, tendrían en sus manos el rosario musulmán de noventa y nueve cuentas con el que estarían recordando los noventa y nueve nombres de Alá, en un intento de que este devuelva la cordura al mundo.
Respiré profundamente y agradecí que no hubiese entre nosotros ningún hombre santo, ni del dios de los cristianos, ni del dios de los judíos, ni del dios de los musulmanes, que echase a perder con palabras vacías el momento de íntimo encuentro con nuestra propia alma.