martes, 8 de julio de 2008

La cárcel que te vuelve infeliz.





La cárcel que te vuelve infeliz.
4 de Mayo de 2003

Las mujeres mantenemos una extraña relación con los espejos, el más antiguo instrumento de la óptica, y desconozco si esto le ocurre a los hombres, aunque supongo que en esto, como en algunas otras cosas, tenemos reacciones similares.
Sócrates recomendaba el uso del espejo a sus discípulos para que, si eran hermosos, se hicieran moralmente dignos de su belleza, y, si eran feos, lo ocultaran mediante el cultivo de su espíritu.
Durante la infancia, estos objetos son instrumentos importantísimos para definir nuestra imagen, nuestras poses, nuestros gestos, nos ayuda a construirnos, pero realmente nos miramos al espejo y nos vemos como princesas de los más bellos cuentos de hadas.
En plena adolescencia nos miramos y nos vemos deformes, con puntos negros y un aspecto horrible, estamos en pleno tránsito a un nuevo estado al que llaman “ser mujer”, y a gritos interiores nos decimos que no podemos salir con esa facha a la calle.
A los veinte años nos miramos y nos vemos gordas, o flacas, estrechas de caderas, anchas de espaldas, desgarbadas o sosas..., pero decidimos salir de todas maneras.
Diez años después nos miramos y seguimos viéndonos las piernas gruesas o demasiado delgadas y parece que la barriguita está tomando unas formas que..., pero decidimos que no disponemos de tiempo para solucionarlo y caiga quien caiga, nos arriesgamos con el bullicio de la ciudad.
Cumplidos los cuarenta nuestros problemas de imagen siguen siendo los mismos y además parece que la porción de brazo que hay entre el hombro y el codo se balancea en exceso al batir los huevos de las tortillas francesas, pero decimos que lo importante es estar viva, y cerramos la puerta tras nosotras.
Nos enfrentamos a la década de los cincuenta, el espejo parece convertirse en nuestro peor enemigo, tenemos arrugas en la frente, en el entrecejo, los muslos tienen algo que se llama celulitis y nuestro culo parece que fue el que sirvió de inspiración a Rubens cuando pintó sus celebres Gracias, que eran Aglae, Eufrósine y Talía, las tres diosas griegas de la alegría, el encanto y la belleza. Entonces nos decimos: si ellas están en la pared del Museo del Prado es que al fin he conseguido ser yo... y salimos y vamos para donde y con quien queremos.
A los sesenta años nos observamos y pensamos que el fenómeno del odio hacia la grasa no se inició hasta que la mujer empezó a integrarse en el mercado laboral y obtuvo el derecho a votar. Aprendemos a mirarnos con cariño y a amar lo que vemos. Salimos dispuestas a conquistar el mundo, porque somos unas supervivientes, y eso es mérito preferente.
A los setenta años solo alcanzamos a ver en el espejo la experiencia, la sabiduría y la habilidad con la que estamos burlando todas las dificultades y penurias de este mundo... Salimos e intentamos vivir en nuestros cuerpos, vestirlos y disfrutarlos tanto como podamos. Son nuestro hogar...
Si alcanzamos a cumplir los ochenta años, ni nos preocupamos ya por lo que pueda decirnos el espejo. Simplemente nos ponemos el mundo por montera y decimos que quien venga detrás mejore nuestra marca.
Pedro Guerra en el disco “Hijas de Eva”, dedica una canción al “Cuerpo” y en ella dice: Habitas el espejo y él decide por ti. Lo que muestras no eres tú. Muestras lo que piensas que otro espera de ti. No das nunca la talla que te piden y el espejo se rompe y te vuelve a agredir. Y te miras y no te encuentras, él es la cárcel que te vuelve infeliz.
La vida presentará problemas por muy perfecto que sea nuestro cuerpo y la felicidad no tiene nada que ver con el aspecto, la talla o el peso. La pregunta fundamental es ¿quién ha dicho que mi cuerpo no es bueno y bello? Y si en la respuesta podemos poner un nombre propio, ignorémoslo y castiguémosle con el látigo de la indiferencia.