El placer y el dolor se acuestan en la misma cama.
28.8.2002.
Estaba en un supermercado y delante de mi avanzaban lentamente dos chicas jóvenes. Una era muy rubia, la otra tenía el pelo negro como el azabache. Eran delgadas, altas y con cuerpos de modelo. Como muchas mujeres durante el verano llevaban unos llamativos y cortitos vestidos de tirantes de brillantes colores. Algunas personas se volvían a mirarlas de forma absolutamente descarada y esto me desconcertaba bastante, porque no eran personas famosas.
Mientras trataba de decidir si compraba salmón o trucha ahumada escuche la conversación de dos señoras. Entre las dos sumarían cien años y sus cabelleras pedían a gritos pasar por la peluquería para arreglarse el tinte. Una le decía a la otra que las jóvenes que acababan de pasar eran rumanas y putas. El paquete de salmón se me cayó al suelo y al rebotar se colocó encima de los pies de una de estas señoras. Lo recogí y aproveche para verles bien la cara.
No podía creerme lo que había oído. Y no porque me extrañe que en el mundo haya mujeres que se dediquen a vender relaciones sexuales por dinero, ya que este es el oficio más viejo y con más pedigrí del mundo, sino por como las estaban poniendo aquellas dos individuas. En realidad creo que las corroía la envidia de ver aquellos magníficos y lozanos cuerpos, aquel derroche de juventud.
Cuando escupieron las palabras ramera, buscona, golfa, perra, fulana, perdida..., me acordé de una profesora de historia que al ver como se sonreían maliciosamente algunas de mis compañeras de clase nos dio una lección magistral sobre prostitución, entre otras muchas cosas expuso la clasificación que estas profesionales del sexo tenían en la antigua Roma: meretrices eran las que estaban registradas en las listas públicas y debían pagar impuestos, las prostibulae que ejercían su profesión donde podían, librándose del impuesto. Las delicatae eran las de alta categoría, teniendo entre sus clientes a senadores, negociantes o generales. Las famosae eran de la misma categoría pero pertenecían a la clase patricia, dedicándose a este oficio o por necesidades económicas o por placer. Entre ellas destaca la famosa Mesalina, Agripina la joven o Julia, la hija de Augusto. Las ambulatarae recibían ese nombre por trabajar en la calle o en el circo mientras que las lupae trabajaban en los bosques cercanos a la ciudad y las bustuariae en los cementerios.
Recordé también que Mandeville dijo que “es evidente que existe una necesidad de sacrificar a una parte de las mujeres para conservar a la otra y para prevenir la suciedad de una naturaleza más repugnante”. Simone de Beavoir plantea que “la existencia de una casta de mujeres perdidas permite tratar a la mujer honrada con el respeto más caballeresco. La prostituta se convierte así en un chivo expiatorio, el hombre se libera con ella de sus más bajos instintos para renegar de ella a continuación”.
Lo cierto es que en España el negocio de la prostitución mueve millones de euros al año, que a ella se dedican más de trescientas mil personas, y que cuatro de cada diez hombres recurren a ella.
El perfil de la profesional ha cambiado en los últimos cinco años. Antes había muchas mujeres nacionales enganchadas a la droga que paseaban las calles a fin de ganar lo suficiente para costear su adicción. Ahora son inmigrantes sin papeles, sin adicciones y más jóvenes, entre dieciocho y veinticinco años.
Lo que más me molesta es que sean mujeres las que las critiquen tanto. Al fin y al cabo quienes pagan por tener sexo con ellas son los hombres, y si ellas se dedican a ese trabajo es porque está mucho mejor pagado que el fregar escaleras o el cuidar niños.
Creo que cumplen una importante función social y que mientras vivamos en una sociedad hipócrita donde se bendice la doble moral, tendremos que agradecerles que estén ahí. Mientras tanto habrá que vigilar que no las exploten, ni las maltraten y por supuesto que ninguna mujer se veo obligada a ejercer esta profesión si no lo desea.
De los prostitutos escribiré otro día.