martes, 22 de abril de 2008

Los ojos de la ciudad




Los ojos de la ciudad.

12 de diciembre de 2005.

Cuando Fernando y yo compartimos una tranquila y fría tarde de invierno, sentados en las viejas mecedoras frente al cálido fuego, con una copa de oporto y escuchando fados de la mozambiqueña Mariza, volvemos a Lisboa por el efecto del olfato, el gusto y el oído. Es impresionante el poder evocador que tiene nuestra memoria asociada a los sentidos.
La capital lusitana es un cúmulo de influencias y de contrastes que conviven de forma armoniosa. Es luminosa, acogedora y estimulante. Se ha acurrucado para dejar que el Tajo, transformado en Atlántico, la acaricie. Sabedora de su belleza, se repliega coquetamente, dando lugar a siete colinas coronadas por miradores para dejarse observar.
Es luminosa, con una luz especial, a veces brumosa y otras limpia como el rostro de una niña. Los rayos del sol aparecen y desaparecen en cada esquina, se reflejan en las hermosas fachadas de los edificios engalanados de azulejos. Las calzadas de adoquín, que alfombran el centro urbano, brillan con la humedad. Las aceras, decoradas de mosaicos blancos y negros, ofrecen destellos espectaculares. También el “Mar de Paja” se enciende en los atardeceres con brillos dorados. Lisboa resplandece, no importa la hora del día que sea, porque responde al estímulo del sol y al de la luna.
Es acogedora porque pervive en ella el encanto de las ciudades pequeñas. Quienes la habitan hacen gala de un carácter apacible y atento, se tiene la sensación de que se deleitan con cada minuto. De su calidad como anfitriona nos hablan las personas angoleñas, cabo-verdianas, guineanas... que se trasladaron a ella proporcionándole riqueza multicultural.
Es estimulante porque posee múltiples personalidades, diferentes pero no contradictorias, sino generadoras de la belleza de la complejidad.
Cualquier dirección que tomemos ofrecerá un delicioso paseo y con él la fotografía. Ropas tendidas cual velas marineras al viento, casas de tejados naranjas y ocres, balcones de hierro forjado y paredes pintadas con tonalidades seductoras. Mi hermano nos invitó a fijarnos en las ventanas porque son los ojos de la ciudad, y en Lisboa están pintados, siempre hay una línea de color que los enmarca y embellece.
En 1755 hubo un fuerte temblor de tierra, que casi la destruyó, especialmente afectada resultó A Baixa, que fue reconstruida por el Marqués de Pombal con un plan urbanístico lineal y paralelo que le proporciona carácter. Actualmente es una zona amplia, elegante y monumental que se dedicada al comercio tradicional. El poeta Pessoa escribió en este barrio parte de “El libro del desasosiego”.
Decidimos coger el tranvía número 28, tan romántico y evocador, que sube por callejuelas serpenteantes y estrechas, en algunos puntos parece que fuera a besar las casas. Me gustó pasear por el barrio medieval de A Alfama, de casas diminutas, aromas de barbacoa y gente bulliciosa en las puertas. Conserva el aspecto del asentamiento morisco que fue y, siguiendo la propuesta de Saramago en “Viaje a Portugal”, me dejé llevar respondiendo a la llamada de cada esquina, de cada tramo de escaleras y a la mirada curiosa de los gatos que se asomaban por las pequeñas ventanas.
Cuando visito una ciudad suelo acercarme a alguno de sus camposantos, me aporta información sobre su forma de entender la vida y la muerte. Fuimos al Cemitério dos Prazeres, un bellísimo parque del siglo XIX que pone de manifiesto la ironía nostálgica del pueblo luso, al parecer tomó su nombre del titulo de un fado, y en él enterraron con honores a la mujer que mejor los cantó, Amalia Rodrigues.
Visitamos el Chiado que siempre ha estado asociado a tertulias culturales y políticas. En una librería de viejo, en la Rua dos Negros encontré “O chapeu de tres bicos” de Alarcón que ya forma parte de mi colección. Para celebrarlo fuimos al local A Brasileira, de estilo Art Nouveau en la Rua Garret. En su terraza la escultura de Pessoa nos contemplaba. Pedimos la clásica bica, cada sorbo de café era un placer que tenía el regusto que sólo la historia puede poner en el borde de una taza. En ese preciso instante se oía a Mariza: las cosas vulgares de la vida no dejan saudade, solo los recuerdos que duelen o hacen sonreír.
Lisboa es un lugar muy especial donde puedes perderte, o encontrarte, que tu sabrás lo que te conviene, si deseas huir de los convencionalismos de estas fechas.