domingo, 15 de junio de 2008

Córdoba te espera si tu destino es llegar a ella.










Córdoba te espera si tu destino es llegar a ella.
10 de junio de 2008

La semana pasada estuve en Sevilla varios días por cuestiones profesionales. Combiné trabajo y placer. Pasear las orillas del Guadalquivir, bellísimo al caer de la tarde primaveral y callejear por los barrios de Santa Cruz y El Arenal, es una invitación a relajar la mente y a chequear los sentidos. En el barrio de San Bernardo dediqué una tarde a la lectura, en los Jardines de la Buhaira, sentada en un banco frente a la enorme alberca rebosante de agua limpia y tranquila, y a la sombra de una espectacular jacaranda cuajada de flores de color lila que desprendían un suave y dulce aroma parecido al jazmín. El libro que saqué de mi bolso era “El laúd de los pacíficos” de Antonio Enrique.
Como “Los suavísimos desiertos” ha sido publicado por la Editorial Alhulia, dentro de la colección Mirto Academia, en la que se dan cita obras de los y las escritoras que pertenecen a la Academia de las Buenas Letras de Granada. Es un ejemplar manejable y adecuado para quienes tenemos la mala costumbre de llevar siempre un libro a mano, aunque estemos fuera de nuestra casa.
Sabía que al abrirlo entraría por las puertas de Córdoba, Antonio me había adelantado que La Perla de Occidente, como la llamó la abadesa mística Hroswitha en el siglo XI, era la protagonista indiscutible. Él llegó a su antigua estación de ferrocarril, por primera vez, en 1982, y ya entonces le atrajo. Volvió en varias ocasiones, y fue irremediablemente seducido, de tal manera que en 1990 volvió para escribir un bellísimo libro de poemas “La Quibla”, que sin duda ha de ser de lectura obligada para quienes visiten la Mezquita, y para quienes participen del concepto “encuentro de civilizaciones”
Me descubre que Córdoba es ascética, ingrávida, dolorida, esplendorosa, solemne, imperturbable, asesina, inmortal… Que” es un hombre, pero no un hombre cualquiera, sino un hombre que le gusta ser mujer, y una mujer que quiere ser hombre: un arcángel” Es por ello que deslumbra como un paraíso en llamas.
Pienso que el mismo río que lame las orillas de Sevilla ha pasado bajo el cordobés Puente Romano, e inicio la navegación hacia él. Antonio Enrique me enseña la Mezquita; los grandes gineceos que son los conventos de santa Clara, santa Marta, santa Inés… Me susurra la historia de los camerinos con celajes de oro en los techos en los que se viste a las princesas del Bosque sagrado, a las diosas madres del Mayor Dolor, de las Lágrimas, de la Amargura… Baja más el tono de su voz y me cuenta cosas del culto a Isis… De su mano recorro el mágico trayecto de las siete iglesias góticas mudéjares que comienza en la Fuensanta y así me muestra la ciudad griálica de los caballeros del Temple…
Está anocheciendo, y en ese preciso instante llego a la Plaza de los Capuchinos donde encontramos el Cristo de los Faroles, de extremada sencillez y belleza que invita a recogerse por un momento incluso a quienes somos gentes de poca fe…
Mientras se suceden las páginas del libro, Antonio me cuenta las historias del singular Ziryab, que aprendió hasta catorce mil canciones, por el particular método de escuchárselas a los mismísimos ángeles, mientras soñaba. Luego las interpretaba con su laúd, representante inequívoco de la concordia, y que se convierte en la metáfora de Córdoba.
Me invita a reponer las fuerzas perdidas por este evocador paseo, en las típicas tascas cordobesas, y a mí se me hace la boca agua solo de pensar en un plato de rabo de toro al que acompañe una buena copa de vino tinto, y mi mente me lleva Las Beatillas, donde se rinde honores a Manolete… Y cierto es que cenando allí, hace unos meses, me encontré con buenas gentes de Guadix que pertenecen al Colectivo Sustari, con quienes viví la noche cordobesa, supongo que fue la magia de la ciudad.
Córdoba te espera si tu destino es llegar a ella, y si emprendes el camino, te invito a leer “El laúd de los pacíficos”, tu visita será inolvidable.
Abandoné el delicioso parque de La Buhaira cuando lo inundaba esa espectacular claridad que nos deja el sol, como regalo, desde que se pone hasta que nos envuelve la noche, y recordé los versos que Antonio Enrique escribió en el poema XIX de La Quibla: Y una paz parecida a un gran arpa/ que Dios tañese con las yemas de sus astros esparcidos/ viene a mí, para que no sea mía, sino nuestra.