lunes, 2 de junio de 2008

Viejo, nuevo, prestado y azul





Viejo, nuevo, prestado y azul.
Marzo. 2003.

Alrededor de la ceremonia del matrimonio encontramos toda una serie de tradiciones que conviene que observemos con detenimiento, máxime cuando las informaciones del colorín, nos satean a diario con las protagonizadas por toreros, tonadilleras, futbolistas, actrices, políticos, hijas de políticos y ese otro grupo de gente casposa que vende exclusivas de bodas.
Centrémonos en el atuendo de la novia. Es importante que lleve algo viejo, que sea usado. Con eso se ata a la novia a la simbología del matrimonio. Lo usado hace referencia a la conexión de la mujer con su pasado. La tradición dicta que han de ser los zapatos, en ellos se depositaba una moneda de plata que atrajese la buena fortuna; ahora se le pide el zapato a la novia y durante el convite se pasa de mesa en mesa en busca de monedas y billetes que saldrán de lo bolsillos de las personas invitadas.
Lo nuevo simboliza las esperanzas de empezar una feliz vida. Suele ser el traje blanco o de color hueso, que en el transcurso del proceso se desgasta como símbolo de que todo lo novel tiene una plenitud y un fin. No conozco caso alguno, en el que el traje de novia supere el día de la boda sin tener que pasar por la tintorería.
Tiene que llevar algo prestado que debe provenir de una mujer dichosamente casada para que se transfiera esa felicidad matrimonial. Representa la amistad y simboliza la aprobación del matrimonio por parte de familiares y amigos. Generalmente es una joya, uno de esos pequeños tesoros familiares que pasan por las diversas generaciones, siempre de mujer a mujer: el anillo de brillantes de la bisabuela, el collar de perlas de la abuela, la pulsera de pedida de la madre...
Y finalmente un punto de color azul. Se dice que el azul tiene sus raíces en tradiciones israelitas que imponían a la novia una banda de ese color en señal de pureza, amor y fidelidad. Utilizarlo es por tanto sinónimo de todos estos atributos y curiosamente suele ser la liga que abraza el contorno del muslo, sobre la que recae este honor. Un complemento que curiosamente tiene mucho de insinuante y erótico. El azul, en cualquier caso, representa un cielo limpio que refleja la esperanza de que ninguna nube turbe la calma del matrimonio recién estrenado.
Tenemos a la novia blanca y radiante. Centrémonos ahora en la ceremonia. Esta no deja de ser el relato actualizado de un cuento de la antigüedad. La entrada al recinto de celebración de las personas que integran el cortejo se hace de esta forma: primero entran el novio y su mamá, al llegar al altar, él se sitúa del lado derecho. ¿Por qué al lado derecho? La respuesta hay que buscarla en los tiempos en los que el novio necesitaba tener la mano derecha libre para poder desenvainar su espada ante el posible ataque de algún pretendiente despechado.
Los siguen las damiselas que son familiares de la novia, llevan vestidos parecidos al de ella. Aunque ahora son niñas, antes eran mujeres jóvenes, porque antiguamente su misión era confundir a quienes quisieran raptar a la novia. Ellas son las encargadas de llevar el ramo, las arras, los anillos y los cojines. Luego entran los pajes que normalmente son sobrinitos y que llevan canastas con flores.
Finalmente la novia hace su entrada triunfal del brazo de papá que, al llegar frente al altar, la entrega al novio y se coloca al lado izquierdo.
Al finalizar la ceremonia, la pareja se besará, este es un gesto heredado de la antigua costumbre de consumar el matrimonio ante los ojos de la comunidad. Mientras tanto habremos escuchado sermones, risas, llantos, suspiros, chavalería que no se está quieta y el “Coro nupcial” de Wagner.
Cuando la nueva pareja abandone el juzgado, ayuntamiento o iglesia caerá sobre ellos una lluvia de granos de arroz, con deseaos de fertilidad. Y a partir de aquí empieza otra historia.