martes, 10 de junio de 2008

!No se entra en el Infierno después de haber pisado el Paraíso!


¡No se entra en el Infierno después de haber pisado el Paraíso!
3.10.2007

El Patronato de la Alhambra ha abierto las puertas del Generalife para que lo visite la ciudadanía de Granada. Es su forma de agradecer el apoyo recibido por el monumento que corona la colina Sabika. No tendría nada de particular si no fuese porque las visitas eran nocturnas, y esto sí es una innovación. Normalmente a los jardines se accede de día, con la excepción de las noches que acogen espectáculos del Festival de Música y Danza en el anfiteatro. Subimos aprovechando una cálida noche de Luna llena.
Siete siglos de historia convierten a estos jardines en los más antiguos de occidente. Para mí, desde esa noche, el Generalife es el escenario preferido de mis sueños.
Su nombre viene de Yannat al- Arif, así lo llamaba Ibn al-Jatib. Es una denominación que se suele traducir como Jardín del Arquitecto, un claro simbolismo entre poético y religioso que alude a Allāh como hacedor del Universo. Se diseñó en terrazas sobre la ladera del Cerro del Sol, por los almohades (1147-1232), con importantes reformas posteriores, llevadas a cabo por los sultanes nazaríes. Sin lugar a dudas es el jardín más espléndido e inolvidable de la España musulmana y se inspira en una imagen del Paraíso.
Nos recibe un ejército de altivos e imponente cipreses iluminados, por abajo con una tenue luz artificial, por arriba bañados de la luz de plata de la Luna, es imposible no reparar en su altura. El ciprés es un árbol sagrado. Gracias a su longevidad y a su verdor persistente es llamado "el árbol de la vida". Para mucha gente en Europa es símbolo de duelo, quizás debido una mala interpretación del simbolismo universal y primitivo de las coníferas que, por su resina incorruptible y su follaje persistente, evocan la inmortalidad y la resurrección. Dijo un sabio chino que: Las heladas del invierno, no hacen sino resaltar con mayor esplendor la fuerza y resistencia del ciprés, al que no consiguen despojar de sus hojas. Pero además es el atributo de muchas divinidades femeninas como Cibeles, Perséfone o la mismísima Atenea. Me gusta tanto que mi madre me regaló, un día que cumplí años, el que planté en la placeta de mi cueva para dar la bienvenida a quien entra por mi puerta.
Mientras caminaba entre ellos recordaba que a semejanza de los druidas, los persas creyeron que en cada árbol habitaba un genio, y que cuando se secaba era porque éste, como el alma al cuerpo, lo había abandonado. Los musulmanes de los primeros siglos del Islam intuyeron la afinidad magnética entre las plantas, razón por la cual evitaban sembrar en un mismo arriate plantas cuyos perfumes y pólenes no fuesen homogéneos. Iban más lejos: sabedores de que ciertos pájaros muestran inclinación por determinados árboles (la golondrina por el ciprés o el ruiseñor por el almendro) y de que los cánticos de las aves influyen en las plantas, tenían muy presente el árbol que iba a dar sombra a las flores con el fin de que hubiese afinidad perfecta, no ya entre árboles y flores, sino entre éstas y el cántico de los pájaros, así los lirios están siempre cerca de los cipreses.
Con estos pensamientos me encontré ante otro elemento imprescindible del jardín: el agua. Aparece en láminas que reflejan el cielo estrellado. Solo la perturba el leve burbujeo de pequeños surtidores, que recitan constantemente poemas de amor, refrescan el alma y humedecen el ambiente.
Deambulando por los laberintos, en los que agua y vegetación son un todo indivisible, percibo aromas nuevos y viejos, pero todos intensos; noto el abrazo de la noche en la piel; la brisa susurra el aleteo de una mariposa teñida con moras; parte de la ciudad centellea de fondo y se presenta deslumbrante ante mis ojos. Los jardines del Generalife se convierten en uno de los miradores nocturnos más impresionantes de la ciudad. Tomo conciencia de que mis sentidos están en efervescencia, experimento una sensación de salto en el tiempo y juraría que por un instante me trasladé a la época nazarí. Entonces me apeteció un té de jazmín.
Bajando por la Cuesta de los Chinos el aroma verde se fundía con la canción del agua de la acequia. El silencio que infunde la noche intentaba acallar el latido de mi corazón. El claro de Luna iluminaba mis pasos, tenía la sensación de abandonar el Jardín del Edén, pero encontré consuelo en los versos de Ibn Jafaya: No creáis que mañana estaréis en el Infierno. ¡No se entra en él después de haber pisado el Paraíso.