Te cedo mi corona.
25.5.02
Cristina abandonó el salón de su casa dando un sonoro portazo. Acababa de discutir con su hija Isabel, y la bronca de hoy era de las que hacen historia. A nuestra protagonista, que acababa de cumplir los cuarenta, le parecía increíble que una joven con dieciocho años pudiera tener ideas tan trasnochadas.
Decidió meterse en la cocina, que al parecer era el lugar que se le había asignado por voluntad mayoritaria de la familia. No podía negar que siempre la había gustado andar entre pucheros y que solo en esta dependencia de la casa se sentían vivos todos y cada uno de sus sentidos.
Cogió la garrafa de aceite de oliva, un limón, el bote en el que guarda la harina, el frasco en el que reposa la matalahúga, y buscó en el frigorífico la botella de vino.
Pensaba que tenía que hacer la maleta y largarse de casa durante una temporada. Era preciso que sus hijos, sus hijas y su marido comprendieran que no quería seguir siendo la reina de la casa, que estaba harta de llevar sobre su cabeza la responsabilidad de esa corona.
Vertió una taza de aceite sobre la sartén y lo puso a calentar, se dispuso a pelar el limón. Cuando terminó, el aceite ya estaba en su punto y colocó en él la corteza del cítrico. Esperó a que se dorara y separó la sartén del fuego. Abrió el bote la matalahúga y echó una cucharadita en el aceite caliente.
Buscó debajo del fregadero un lebrillo, y se le vino a la mente, ¿me quieren o solo me necesitan?. Se que se acuerdan de mi cuando tienen hambre, cuando se acaba la pasta de dientes o el papel higiénico y siempre que se ponen enfermos. ¿Es esto amor?
Colocó en el recipiente una taza del aceite que acababa de freír y que ya estaba frío, la misma medida de vino, añadió la harina y se puso a amasar para conseguir una pasta fina.
Ocupada en esta tarea se decía a sí misma que debía irse para enseñarles a compartir, pero sobre todo para ver si ella misma aprendía a delegar. Porque si lo conseguía, no volvería nunca más a sentirse culpable cuando los niños y las niñas no saquen brillantes notas, o cuando tengan que comer pollo asado porque no le ha dado tiempo a guisar, o cuando alguno no tenga camisa planchada que ponerse. Pensaba: la culpa de que sea imprescindible en casa es solo mía, así que desapareciendo yo por unos días, os daréis cuenta vosotros de que la monarquía doméstica es fácil de derrocar y quizá yo pueda aprender la humildad necesaria para ser, cuando vuelva, una más entre la plebe.
Cuando la masa estaba en su punto, la estiró sobre la piedra de mármol enharinada y la cortó en cuadrados, como si fueran pañuelos pequeños, después fue uniendo en cada pieza dos picos contrarios. Y puso nuevamente en el fuego la sartén con aceite.
Quizá sería buena idea dejarles una nota que dijera: Me voy. Cuando descifréis los códigos de la lavadora no dejéis de avisarme. Seguro que para entonces yo también habré aprendido a no ser tan excesivamente buena. Puede ser que ese día no nos queramos más, pero seguro que nos querremos mejor. Besos. Mamá.
Empezó a freír los pañuelitos de masa, y uno a uno fueron adquiriendo un precioso color dorado, los colocaba sobre una fuente y al enfriarse emborrizaba unos con miel y otros con azúcar.
La puerta de la cocina se abrió, Isabel asomó su picarona cara tras ella, ¿mamá huele de maravilla, estás haciendo pestiños?