jueves, 29 de mayo de 2008

Enciende unas velas y relájate



Enciende unas velas y relájate.

14.10.2002

Yo que soy una adicta al tabaco, aunque lleve muchos años sin fumar, sé que una se engancha de mil maneras y por mil razones. Personalmente empecé a fumar cuando tenía dieciocho años cumplidos e iniciaba mis estudios en la Universidad. Nadie de mi familia fumaba y aun así me enganché. Fue un acto de voluntad, probablemente pensé que era un poco rarita porque todas mis compañeras fumaban, y a esa edad no quieres ser diferente. El primer cigarrillo me supo como un tiro, me dio tos, me lloraron los ojos, me dejó un sabor amargo y pastoso en la boca, y sentí que el humo hacía estragos en mis pulmones. A pesar de todo encendí el segundo y así estuve días, semanas, meses, durante los quince años siguientes.
El tabaco está incorporado a gran parte de las relaciones sociales que mantenemos. Es difícil entrar en una cafetería o en una discoteca y que nadie fume. Ofrecer un cigarrillo o pedir fuego para encenderlo, nos permite romper el hielo en situaciones incómodas, también se puede convertir en la excusa perfecta para acercarte un poquito a alguna persona que quieras conocer, iniciar una conversación mientras esperas el autobús y todo aquello, que para justificarnos, queramos añadir. En este apartado entran las razones en las que se fundamenta la creencia de que el tabaco ayuda a controlar el peso y por eso no se engorda; aquella de que un cigarrillo relaja; o esta otra de que nos ayuda a concentrarnos cuando estudiamos o realizamos alguna labor que exige atención. Yo las he utilizado todas.
Un buen día decidí que había llegado el momento de dejarlo, si comencé por un acto de voluntad, debía abandonar este hábito por otro acto de voluntad. Me lo propuse al terminar una Feria de Guadix, que dejo todo mi cuerpo para el arrastre. Fumaba por aquella época dos paquetes de cigarrillos negros diarios. Reconozco que era una fumadora compulsiva, porque apagaba uno y encendía otro. Los primeros días fueron horribles. Por si acaso yo llevaba siempre el tabaco y el mechero en el bolsillo. Los tenia a mano por si el síndrome de abstinencia podía más y finalmente me vencía. Cada vez que alguien encendía un cigarro me acercaba descaradamente y aspiraba el humo, ese penetrante humo, que me olía a gloria. Cuando tomaba un café lo echaba de menos de forma desesperada. Tuve que construir un amplio repertorio de trucos para poder distraer mi mente y mi cuerpo de aquella terrible necesidad de sentir el humo correr por mis entrañas.
Desde que lo deje, me repito cada día que soy una adicta, que no puedo coger ni un solo pitillo, porque si lo hago, el tabaco me ganará en este combate que estamos librando en un encarnizado mano a mano. Dicen que la dependencia física se supera enseguida, y quizá sea verdad, yo desde luego no soy capaz de distinguir la física de la psicológica y lo cierto es que aun hoy mi nariz detecta, cual si de un radar olfativo se tratara, la presencia de cigarrillos a mi alrededor.
Es por esto que entiendo lo que supone una drogodependencia, sé lo que se sufre y como te domina. Y aunque la presión social sobre las personas que fuman es cada día mayor, todavía no sufren el estigma de las llamadas drogas ilegales. Porque hemos de recordar que, aunque socialmente aceptadas, el tabaco, el alcohol y los medicamentos autorecetados forman parte de amplio abanico de sustancias tóxicas con las que nos envenenamos a diario.
Te daré algunas pistas por si decides que hoy puede ser un buen día para unirte a este club. Repite cada mañana ante ti misma o mismo, delante del espejo, que lo vas a dejar porque quieres y porque puedes. Si tomas café cámbialo por un te con limón u otra infusión. Ten siempre a mano una botella de agua, cuando te apriete la necesidad de fumar dale al cuerpo un regalo hidratante. Vete al cine ya sabes que en estos locales no dejan fumar. Llena la bañera de agua caliente con espuma que huela a lavanda y pon la música que más te gusta, enciende unas velas y relájate. Estoy segura de que lo puedes conseguir.