miércoles, 13 de agosto de 2008

Avalon era el paraíso.










Avalon era el paraíso.
23.11.2007

Hubo una vez, según los mitos de todas las culturas, una edad de oro, donde la frontera entre lo sagrado y lo profano no existía. Lo interno y lo externo eran una misma cosa. A eso, las leyendas de todo el planeta le adjudicaron el nombre de paraíso: Pachayachachic para los incas, Asgard para los vikingos, Avalon para los celtas.
En esos tiempos, todo era considerado sagrado en la Tierra, pero el sexo lo era aún más, ya que a través de él podíamos crear la vida y trascenderla. El sexo era entonces la puerta de la divinidad y la mujer tenía la llave. Por eso, nacieron las diosas en la mente de los antiguos.
Son las Venus paleolíticas, como la austriaca de Willendorf, con una antigüedad de veintisiete mil años, a la reconocemos por sus grandes senos, su amplio vientre y sus rotundas nalgas; la checa Dolní Vestonice, de generosas caderas, que vierte sobre sus pechos las fuentes de lágrimas de sus ojos para enriquecerlos de nutriente; la rusa Venus de Kostenki con un marcado triángulo pubiano que nos habla de su fertilidad; la turca Diosa del Parto, que solo tiene ocho mil años, y que representa a la Gran Madre sentada en un trono, con su brazos apoyados sobre dos felinos, en el momento en el que está pariendo a su hijo, tan evidente que se observa la cabecita entre sus piernas, y que me recuerda a la bellísima dama de Galera, que también reposa sus brazos sobre esfinges y sostiene en sus manos un cuenco en el que vierte la leche de sus pechos. De todas ellas surgían los seres humanos y por eso había que venerarlas.
Pero un día, en el Neolítico, hubo una escisión que partió como un rayo lo sagrado de lo profano. Y las personas empezaron a olvidar lo que eran. Surgieron los héroes masculinos que vencieron a las diosas, por ejemplo, el Marduk babilónico mató a Tiamat que se personificaba en el mar como principio femenino activo.
A pesar de esta guerra abierta, la Magna Mater tuvo su continuidad religiosa a través de Isis, Nut, Maat, Ishtar, Astarté, Lilith, Démeter, Koré, Hera, Atargatis, Ceres o Cibeles.
Volver a recordar lo sagrado se convirtió en el eje de todo rito. Entonces, nacieron las ceremonias como una manera de evocar aquella edad de oro, cuando la verdad no tenía velos. Es decir, cuando todo era sagrado. Estar cerca de cosas sagradas contagiaba. Había personas, objetos, lugares y momentos que eran considerados sagrados y también se identificaron tiempos sagrados, como la época de la siembra.
Y que mejor forma de fertilizar la tierra que con el sexo, símbolo máximo de vida. Por eso, todos los rituales arcaicos de fertilidad son obviamente sexuales y estaban dirigidos a la tierra, a la Gran Diosa.
La mujer era el vehículo natural para conectarse con lo divino. Si la vagina fue la puerta de salida a este mundo, también podía ser la puerta de entrada, la que permitiese retornar al infinito. Así en Mesopotamia, el sacerdote tenía relaciones con la sacerdotisa en una cabaña construida en la cumbre de los zigurats. La semilla del sacerdote y el aposento de la sacerdotisa se unían con reverencia mutua para crear el puente hacia los dioses. Cuando ello ocurría, toda la comunidad se beneficiaba. Para los sumerios, la virginidad estaba mal vista, por eso las púberes eran iniciadas en el Templo de Innana, llevadas por sus propias madres. Perder la virginidad bajo la mirada amorosa de la diosa, era volverse parte de ella, y el celibato era considerado contranatural.
Es bueno recordar diferentes aspectos de la cultura para saber que sexo y fertilidad han sido y son dos fuerzas de la naturaleza que poseen y administran las mujeres. Que esta capacidad transformadora las hace enigmáticas y poderosas. Por eso la sexualidad de las mujeres ha querido ser controlada por muchos hombres que llegaron a relacionar sexo y pecado, sexo y honor familiar, hasta el punto de socializar que la honra de los varones se encontraba en la entrepierna de las mujeres de su familia, para así desposeerlas de uno de sus importantes dones.
Hoy, las mujeres vuelven a ser concientes del dominio sobre su cuerpo y su alma, saben que no tienen que pedir ni recibir permisos para disponer de lo que solo a ellas pertenece. Lamentablemente, los pasos que dan en el camino para conseguir la libertad, en algunos casos, se paga con la vida. No seas cómplice de la violencia que ejercen esa minoría de mal llamados “hombres”, a los que tampoco podemos llamar bestias porque ofenderíamos a los animales, y denuncia con tu actitud el mal trato a las mujeres.